sábado, 21 de marzo de 2009

velcro

te arranco
y suena
y duele
y si llega a la piel
raspa
lastimas
deshilachas la seda
la acabas
y
te
vas

maestro de maestros


Las coyunturas distraen a veces de lo entrañable. Hoy no quiero mirar la campaña electoral, la violación a “Hey Jude”, la acción contra Acción Ecológica. Lo dejo a los que quieran polemizar, amargarse un poco, entrar en las broncas al uso.
Y es que marzo es el mes de Johann Sebastián Bach.
Mi amor por este compositor y su obra viene de una larga data: iba a cumplir diez años. Acabábamos de cambiarnos de casa, a la ‘casa nueva’ en el nuevo barrio de la Jipijapa, y había que levantarse a las cinco y media de la mañana para llegar a tiempo al colegio en el Centro Histórico de Quito. En el aire se encendía muy despacio el Aria de la Suite Orquestal número 3 de Bach. Yo en aquel entonces ni siquiera sabía el título de esa música que poco a poco se iba apoderando del ambiente al entrar en mi sueño para lentamente irme sacando de él, solo sabía que, si existía la belleza pura, ahí estaba, librándome de la modorra sin brutalidades mientras las voces de mis padres, bajas para no despertarnos antes de tiempo, mencionaban historias y personajes del pasado en la paz de la madrugada. Luego, siempre con el fondo de Bach, una voz con acento norteamericano proclamaba: ‘Amanecer con Dios, con la Biblia en la mano’, y después, en medio de la misma música, los pasos de mi papá se acercaban despaciosos a mi puerta, su mano daba dos tímidos golpes y su voz mencionaba mi nombre en diminutivo. Así empezaban mis días.
De la biografía Johann Sebastián Bach no sé mucho, la verdad. Nació un 21 de marzo de 1685 en Eisenach, Alemania. Tuvo una infancia marcada por la orfandad, la envidia y el rigor de su hermano mayor. Fue, como muchos otros, músico de iglesias y de cortes; un asalariado más, quizá. De veinte hijos que nacieron de dos matrimonios, le sobrevivieron la mitad, o menos. Murió en 1750. Dejó una obra impresionante no solo desde el punto de vista de la cantidad, sino sobre todo de la belleza de todos y cada uno de sus trabajos.
Pero las anécdotas de la biografía no dicen nada. Apenas datos que se diluyen cuando la catarata de su música nos envuelve, cuando nos acercamos a la maravilla del genio, incomprendido por sus contemporáneos, como casi todos los genios, y descubrimos que algunos de los inalcanzables sentidos de la vida pueden estar precisamente en la creación portentosa de cada una de sus obras, por pequeñas o simples que parezcan.
En mi caso particular, al escuchar a Bach llegué a comprender que la música –su música – puede ser un absoluto y llenar las perturbadoras oquedades de la vida y el destino, si no de felicidad, por lo menos de consuelo y de solaz cuando nos hace falta, así como acompañarnos cuando nos asaltan los fantasmas del impulso creador.
‘Mi’ Bach. Gigantesco Dios de la música: preciso y claro como el paso del sol; sagrado y dulce como el amor de los amigos; tímido y suave como los pasos de mi padre, que su música acompañó durante tantos y tantos amaneceres tan solo para ayudarme a seguir por los vericuetos de la vida sin miedo a la gloria de la felicidad ni al estremecimiento del dolor, que forman parte de todo y siempre tienen sentido.

jueves, 5 de marzo de 2009

DECISIÓN

te amo
qué mierda
te amo
tanta lucha
tantas palabras inventadas
tantas razones
echadas al viento
queriendo convertirse en cometas
en pájaros
o estrellas
tanto
pero tanto
silogismo
y psilogismo
tanta búsqueda inútil de tanta cosa
tanto silencio a la fuerza
tanta proclamación de amistad
sin más
el apego
dicen
la codependencia
que le llaman
ya no sé
solo sé que
desprenderte del alma
todavía arde y duele

alguien me dijo
solo quererle
amarle
así
no pedir nada
ya nunca
aprender
que amar no es poseer
aunque después
no se sepa muy bien
qué mismo será

el diablo azul del tarot
me habló de aceptar
también
este dolor
como parte de mí
y saber
que el amor
es diferente y puro cada vez

¿qué importa
si no se puede hacer una película
o si no terminamos en un beso?

miércoles, 4 de marzo de 2009

la inocencia

Es lo malo de que a una le hagan algo malo: sentirse inocente. A eso respondía mi artículo de la semana pasada, en donde con inocencia pedía que quienes robaron varias partes de mi auto no conocieran la maravilla de la música de Bach. En ese momento estaba demasiado enojada y dolida como para comprender que quizá se dedicaron a la tarea de robar autos, entre otros millones de causas, porque jamás conocieron ni conocerán la música del Dios de la música.

Luego una se da cuenta de que las cosas no son tan simples; la delincuencia es un fenómeno complejo. Recuerdo, por ejemplo, haber leído en un periódico un artículo en donde poco faltaba para responsabilizar directamente al presidente Correa del cruel asesinato de una joven en la ciclovía de Cumbayá; la indignación ante el hecho es justa, pero el texto rezuma resentimiento y su estructura confunde al lector, por eso no lo voy a comentar más. Sin embargo, me remite a seguir pensando en esa idea de ser unos los ‘inocentes’ y otros los ‘culpables’ en ciertas situaciones. Generalmente, claro, los culpables serán quienes no piensan como nosotros o quienes no hacen lo que pensamos que se tiene que hacer en determinadas circunstancias.

¿Qué lleva a la gente a delinquir? ¿A atentar contra la propiedad, la integridad, la vida ajena? Difícil deducirlo cuando nuestras mentes no trabajan de la misma manera. Recuerdo aquella tan bella como dura película de Vitorio de Sica, El ladrón de bicicletas, en donde el personaje principal, después de sufrir el robo de su vehículo e instrumento de trabajo y buscarlo infructuosamente por toda la ciudad decide robar otra bicicleta, pensando que es tarea fácil, solo para descubrir que para poder delinquir hay que SABER delinquir, y los que no sabemos… bueno, estamos un poco fregados en ese aspecto, ¿no?

Pero, aunque no tengamos una mente delincuencial, ¿somos inocentes? Como individuos a quienes nos pesa hacer daño a la vida y la propiedad de los otros, por supuesto que lo somos. Pero como sistema, como un grupo humano, como una estructura social que produce y hace necesario el sub-motor de la delincuencia para seguir funcionando, no lo somos. ‘Vivimos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos’ reza el viejo y sabio tango de Enrique Santos Discépolo.

Alguien me dijo el otro día: ‘no desees el mal a quienes te robaron, porque el solo hecho de que tengan que robar y ese sea su modo de vida, ya es terriblemente malo de por sí’. Difícil verlo de esa perspectiva cuando se vive el susto, el mal rato, la sensación de invasión y violación del espacio y de la vida.
Sin embargo, aún me resisto a pensar que, como en algunas series o películas de superhéroes, los delincuentes nazcan y por eso su eliminación como personas sea per se el camino más correcto para arreglar este problema. Sin negar de plano un tipo de tendencia en la psique o el organismo, pienso que los delincuentes se hacen, y es en esa manufactura de la maldad en donde nadie queda indemne ni puede llenarse la boca proclamando inocencia total.

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