jueves, 7 de abril de 2011

los gestos de mi madre

El último mes de vida de mi madre pudimos tener una relación muy especial, todo gracias a algo que podría ser considerado desafortunado: mi mamá tuvo una infección muy grave en un ojo, y a mí me tocó llevarla al oftalmólogo durante los viernes de tres semanas consecutivas. Hacía unos cuantos años que la Marthita Rodríguez, mi madre, venía sufriendo de un Alzheimer severo e incapacitante. En este último mes la infección de su ojo izquierdo fue el preámbulo del fin, aunque en aquel momento aún no lo sabíamos. Sin embargo, su deterioro era cada vez más evidente, incluso en cuestiones tan simples como subir al auto o cruzar la calle hasta el edificio del consultorio.
El último día que fuimos, después de recibir con egañoso alivio el alta del médico y antes de salir, le dije a mi mamá que agradeciera al doctor. Y no deja de enternecerme el gesto de niña con el que siguió mi 'orden':
-Gracias, doctor.
Después le dije "despídase", y ella se despidió:
-Chao, doctor.
Sentí una mezcla de gracia y ternura ante su obediencia. Quince días después, una descompensación metabólica severa terminó con la poca lucidez que le quedaba, y habría terminado con su vida de no ser porque mi hermano y mi padre llamaron la ambulancia que la llevaría al hospital donde una semana después falleció.
Siempre he pensado que la muerte de los padres es algo que hay que tomar con entereza y dignidad. Después, de todo, ¿cuál es la alternativa? Al revés sería peor, sobre todo para ellos. Sin embargo, no deja de ser un desgarramiento profundo, un dolor que mientras no se vive no se comprende en su intensidad ni en su totalidad. Con frecuencia pienso en mi madre, en esos "Gracias doctor" y "Chao doctor" que le hice decir al despedirnos del oftalmólogo. Me hacen falta sus abrazos ya sinceros y desprovistos de miedos y prejuicios de los últimos meses, de los últimos años, sus palabras cariñosas, su sabiduría de oráculo ante mis preguntas muchas veces angustiadas y angustiosas ante los avatares de mi vida.
En las últimas semanas me ha hecho una falta sin nombre. Me resulta muy triste pensar que no la volveré a abrazar. Y a eso se han unido todos los restos de crisis personales que andan por ahí, tal vez tras la misma detonación de la orfandad.
Pero poco a poco hay cosas que suceden, de la nada, y que aparentemente no tienen relación, pero donde mi corazón lacerado por la ausencia descubre matices de esa ternura que los desencuentros del orgullo y de las formas no nos dejaron ver a lo largo de la mayor parte de la vida: ese plumón que brotó de mi ropa al final de un día de trabajo especialmente duro; o el que apareció, como si nada, junto a su fotografía en mi altar de meditación después de una noche particularmente difícil.
Y el arcoiris: hace unos días, mientras iba por la carretera a algún compromiso, sintiéndome triste y desamparada por algo que se podría llamar Todorreunido sin temor a equivocarnos, de repente aparecieron primero dos pequeños arcoiris por encima de las nubes, en medio del aguacero, y unos pocos kilómetros más allá, el más soberbio y espectacular arcoiris que he visto en mi vida: una media circunferencia completa cruzando el cielo de horizonte a horizonte. Hermoso. Sentía que si extendía la mano lo podría tocar sin ningún problema. Entonces recordé las palabras de mi madre, ya perdida en el mar de su inconsciencia, en un día muy difícil para mí: "Eres una mujer preciosa, y tienes un hermoso corazón". No sé si será así. A veces soy insegura de mis cualidades. Pero por otro lado, me lo dijo mi madre desde la sabiduría sin trabas de su amor más allá de la cordura. Así que tal vez las plumas y el arcoiris, y sus palabras regresando a través del tiempo sigan siendo el regalo de su ternura que tanta falta me ha hecho en este tiempo. Los gestos de mi madre, más allá de la muerte.

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