jueves, 26 de junio de 2008

ASÍ ERAN CUANDO LLEGARON

Pobres.
Paupérrimos.
Miserables.
Huídos del hambre, para ver si había cómo paliar en Ultramar el sufrimiento de los suyos aún pagando el precio del desgarrón de la separación y de la propia pobreza quién sabe hasta cuándo.
Tristes.
Por lo menos algunos. Bastantes. Habían dejado una historia detrás y la vida se les ofrecía incierta y peligrosa. Claro que hubo quien llegó en busca de aventuras, y no le fue mal. Pero muchos, la mayoría me atrevería a decir, venían empujados por la desesperación, el miedo y esa extraña seguridad desamparada que brinda el ya no tener nada que perder.
Prófugos.
Porque vinieron perseguidos. Escondiéndose de la justicia, de la intolerancia o de la inoperancia de monarcas totalitarios, fanáticos y ambiciosos.
Sucios.
Sin bañarse meses. Con un olor que provocaba náuseas a los indígenas que los encontraban en las costas o los poblados. Con las pieles cubiertas de sarnas, repletos de alimañas, y el vaho de los dientes podridos espantando a quien se atreviera a cruzar dos palabras con ellos.
Ignorantes, vinieron.
Analfabetos. Creyendo que llegaban a otra parte. Con el atrevimiento y la arrogancia que solo una prístina ignorancia puede proporcionar. Desde entonces imaginándose superiores y con derechos a cualquier cosa. Muchos sin conocer las letras ni los números. Y sin tener idea de la maravilla que estaban pisoteando y que planeaban destruir en busca de oro y algunas otras cosillas sin importancia.
Enfermos.
Cargados de microbios y parásitos. Amarillos. Con los órganos reventando humores desconocidos por estas tierras. Esparciendo virus y bacterias por donde pasaran sin que nadie se atreviera a pedirles un certificado de vacuna, porque para nuestra mala suerte la vacuna todavía no se inventaba.
Humanos.
Demasiado quizá. Con toda la grandeza y todo el espanto que encierra el calificativo. Dispuestos a cualquier cosa. Impulsados por sus propias angustias y miedos convertidos en rabia y en orgullo.
Así llegaron.
Y en otras tandas siguieron viniendo para salvarse de la crisis económica, de la persecución religiosa, de la persecución policial con causa justa, de la guerra civil, del fascismo o del estalinismo, del campo de concentración, de la cámara de gas, de los procesos de Nüremberg y ve tú a saber de qué más nomás.
Nunca encontraron una puerta cerrada.
Nunca una cara hosca les exigió papeles en las aduanas o las oficinas de migración.
Jamás un perro entrenado para matar les olisqueó las botas a ver si escondían algo.
Y cuando se los vio demacrados y desolados solo se les ofreció el espacio cálido de un abrazo de bienvenida y la posibilidad de tener un nuevo hogar para curar sus heridas sin mayor sobresalto.
Hermanos, los llamamos. Y Madre a la madrastra que los enviaba por hornadas a buscar cualquier cosa en nuestro suelo.
Así fue.
Así fueron.
Todos –o casi todos – consiguieron lo que buscaban por los métodos que fuera.
Y nadie les ha pasado aún la cuenta.
Solo que ya se olvidaron.

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