Quizás usted no lo sepa, doña Mercedes, pero su voz es de esas cosas que, como muchas otras, forman parte de la infancia: el sol en una pequeña azotea con macetas, el olor a café tostado, y por entre los corredores oscuros desgranándose suavemente las notas de la Luna Tucumana. Como usted. Su pronunciación acentuándose orgullosamente en las erres sin la vergüenza propia del ecuatoriano que siempre pretende hablar como cualquier cosa menos como ecuatoriano. Eso me llamaba la atención. Y ese timbre límpido, joven, aunque su dueña ya no lo fuera tanto, recordando cómo Alfonsina Storni se iba sumergiendo lentamente en el mar para poder terminar con dignidad su vida intensa y tantas veces tan dolorida.
Doña Mercedes, quizás no lo sepa, pero era usted un miembro más de la familia. Se lo digo en serio, aunque sea para decir en un almuerzo que ya no sonaba igual que antes. Y no importaba. No importaba. Porque igual estaba ahí la voz que nos cantaba las verdades con todas sus variantes, y nos llevaba de la mano a sentir que podíamos ser libres como los pájaros, o por lo menos, como ellos, sentir que volamos creyéndonos libres a pesar de todo.
Fue su voz, doña Mercedes, la que nos acunó las utopías en los años universitarios. Y todos coreamos tantísimas veces eso de “Solo le pido a Dios…” sintiendo hasta la médula de los huesos que ese Dios se iba a olvidar que le negábamos consuetudinariamente y nos iba a ayudar a que la guerra no nos sea indiferente, como de hecho ya no lo era ni lo fue nunca más.
Y luego también fue su voz de mujer la que nos enseñó a irnos acomodando entre las transiciones de cada día, de cada hora, de cada etapa de la vida, hablándonos, cantándonos ya no de grandes causas, sino de los sencillos sentimientos cotidianos y de la intensidad de los reencuentros, así como del desgarrón oscuro, pero quizás esperanzado, de los adioses.
Como este adiós.
No me gusta lamentar con lugares comunes el final de la vida de los que optaron por la belleza, de los que mientras les duró el corazón en firme supieron regalarnos algo más que alegría. Y sin embargo, esta mañana, cuando me entero de que ya no estará físicamente entre nosotros, rememoro los corredores de aquella casa en donde por primera vez oí su voz, o las noches de guitarreada en donde no podía faltar, o la expresión serenamente transportada de mi padre mientras se deleitaba escuchándola empezar un “Si mi negra me abandona, lloraré toda la vida…” en un casete que me robaba cada vez que podía, y entonces se me instala en la garganta algo así como un desamparo inconmensurable, Doña Mercedes.
Sé que la muerte forma parte de la vida, y que tras las lágrimas casi siempre el camino se ve más claro y se comprende mejor a dónde vamos. Alguien, compatriota suya, amiga de mi alma, me abandonó también hace un par de años. Supongo que ahora estarán juntas, aunque sea en mi recuerdo. Y puedo sonreír al imaginarlo, más allá de la nostalgia que me atenaza.
Doña Mercedes, me habría encantado conocerla, ¿sabe? Más allá o más adentro del escenario: estrechar su mano, besar su mejilla, darle un abrazo y decirle mil gracias. Como igual le digo ahora gracias a la vida que nos ha dado tanto; gracias a la vida que nos dio a Mercedes. Y ya nada ni nadie nos la puede arrebatar.
1 comentario:
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