jueves, 25 de octubre de 2007

ACLARACIONES

Todo el mundo tiene derecho a discrepar, ese es un derecho humano, que debería constar en la Declaración Universal de los mismos. Sin embargo, a veces tengo la sensación de ser mal entendida, y por eso escribo estas aclaraciones al artículo que escribí acerca de los símbolos patrios.
Hay una cosa que quiero dejar en claro: reconozco la importancia de los símbolos para construir actitudes y significados (nunca mayor que la importancia de la cosa simbolizada), y también amo mucho a mi país, más que a mi Patria Tierra Sagrada. ¿Cuál es la diferencia? Mi país es un lugar concreto, un lugar concreto en donde nací, crecí, nacieron mis hijos y, si no pasa algo terrible, donde también espero morir. Mi país son unos nombres propios de personas que amo, unos lugares que recorro a diario, un trabajo que me entusiasma, una vida en la que lucho y cometo muchos errores, pero en la que también trato todos los días de hacer lo mejor que puedo. Mi país son unos problemas reales, unas injusticias palpables. Mi país son mis amigos, mis escritos, mis deudas y mis recuerdos y la lucha cotidiana por seguir adelante. La Patria para mí es un ente abstracto, con sentidos lejanos en la historia y el corazón, un territorio repleto de militares que son héroes per se pero que cada día me dicen menos de cara a los nuevos retos de la historia. Así lo siento yo, al menos.
Jamás he ofendido a la bandera, al escudo, al himno nacional ni a Abdón Calderón. Sin embargo, creo que, salvo Abdón Calderón, los símbolos patrios pueden renovarse, se pueden revisar y se puede cambiar su letra, su música o sus colores si se han desgastado o si ya han perdido sentido, cosa que de hecho ha ocurrido a lo largo de todas las historias de todos los países y que sigue pasando en todo el mundo. Los símbolos patrios tal como los conocemos ahora pertenecen a la época de la consolidación de los estados-nación durante el Siglo XIX y es posible que ahora estemos en una época que pida la renovación de los símbolos que, si representan la cambiante realidad histórica, no pueden ser inmutables por un elemental sentido de consecuencia y lógica, más allá de cualquier legislación que pretenda paralizar unilateralmente el curso de la historia.
Respecto del Héroe Niño, es cierto que los pueblos necesitan mitos y héroes para tener ejemplos y referentes. Si se lee con atención el artículo se verá que estoy defendiéndolo del ridículo y no otra cosa. Yo admiro a Abdón Calderón porque a su edad y en sus circunstancias no habría podido hacer lo mismo. Lo que molesta es el tratamiento “kitch” y provinciano del tema. La banalización del heroísmo a partir de una historia llena de hipérboles mal logradas y baratos sentimentalismos patrioteros.
Cuando yo leo La Ilíada y veo a Aqulileo sollozando sobre el cadáver de su amigo, cuando lo miro probarse su nueva armadura, cuando me entero de cómo Héctor se despide de su familia sabiendo que marcha hacia la muerte, no siento un ridículo, miro héroes de verdadera talla –sean de realidad o de ficción – porque el tratamiento que se hace de ellos es tan logrado que no hay a dónde mover las emociones que provoca. Cuando leo y miro a Rodrigo Díaz de Vivar salir a caballo de su castillo o ciudad amurallada, rumbo al destierro, con los ojos llenos de lágrimas, pero con la integridad y la dignidad enteras, no me queda más que admirarlo, que sentir su dolor y su emoción que ponen la piel de gallina por la sencilla pero estremecedora poética con que su historia está siendo tratada. Quizás en ese sentido Abdón Calderón no tuvo tanta suerte, pues no hubo un poeta que, sin caerse de cursi, relatara su valor y sus hazañas con sobriedad, que es la clave de mucha de la verídica poesía y el talento literario.
Eso es lo que quería decir.

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