Las coyunturas distraen a veces de lo entrañable. Hoy no quiero mirar la campaña electoral, la violación a “Hey Jude”, la acción contra Acción Ecológica. Lo dejo a los que quieran polemizar, amargarse un poco, entrar en las broncas al uso.
Y es que marzo es el mes de Johann Sebastián Bach.
Mi amor por este compositor y su obra viene de una larga data: iba a cumplir diez años. Acabábamos de cambiarnos de casa, a la ‘casa nueva’ en el nuevo barrio de la Jipijapa, y había que levantarse a las cinco y media de la mañana para llegar a tiempo al colegio en el Centro Histórico de Quito. En el aire se encendía muy despacio el Aria de la Suite Orquestal número 3 de Bach. Yo en aquel entonces ni siquiera sabía el título de esa música que poco a poco se iba apoderando del ambiente al entrar en mi sueño para lentamente irme sacando de él, solo sabía que, si existía la belleza pura, ahí estaba, librándome de la modorra sin brutalidades mientras las voces de mis padres, bajas para no despertarnos antes de tiempo, mencionaban historias y personajes del pasado en la paz de la madrugada. Luego, siempre con el fondo de Bach, una voz con acento norteamericano proclamaba: ‘Amanecer con Dios, con la Biblia en la mano’, y después, en medio de la misma música, los pasos de mi papá se acercaban despaciosos a mi puerta, su mano daba dos tímidos golpes y su voz mencionaba mi nombre en diminutivo. Así empezaban mis días.
De la biografía Johann Sebastián Bach no sé mucho, la verdad. Nació un 21 de marzo de 1685 en Eisenach, Alemania. Tuvo una infancia marcada por la orfandad, la envidia y el rigor de su hermano mayor. Fue, como muchos otros, músico de iglesias y de cortes; un asalariado más, quizá. De veinte hijos que nacieron de dos matrimonios, le sobrevivieron la mitad, o menos. Murió en 1750. Dejó una obra impresionante no solo desde el punto de vista de la cantidad, sino sobre todo de la belleza de todos y cada uno de sus trabajos.
Pero las anécdotas de la biografía no dicen nada. Apenas datos que se diluyen cuando la catarata de su música nos envuelve, cuando nos acercamos a la maravilla del genio, incomprendido por sus contemporáneos, como casi todos los genios, y descubrimos que algunos de los inalcanzables sentidos de la vida pueden estar precisamente en la creación portentosa de cada una de sus obras, por pequeñas o simples que parezcan.
En mi caso particular, al escuchar a Bach llegué a comprender que la música –su música – puede ser un absoluto y llenar las perturbadoras oquedades de la vida y el destino, si no de felicidad, por lo menos de consuelo y de solaz cuando nos hace falta, así como acompañarnos cuando nos asaltan los fantasmas del impulso creador.
‘Mi’ Bach. Gigantesco Dios de la música: preciso y claro como el paso del sol; sagrado y dulce como el amor de los amigos; tímido y suave como los pasos de mi padre, que su música acompañó durante tantos y tantos amaneceres tan solo para ayudarme a seguir por los vericuetos de la vida sin miedo a la gloria de la felicidad ni al estremecimiento del dolor, que forman parte de todo y siempre tienen sentido.
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