jueves, 25 de enero de 2007

POR QUÉ ME GUSTA CÓMO ESCRIBE...

Se me ha ocurrido hablar, de manera informal, sobre aquellos escritores que siento que, de una u otra forma, han marcado mi vida. Más que notas biográficas o eruditas, preferiría referirme a los motivos personales que han provocado esta afición. A ver si compartimos. Y si no, la discrepancia es bienvenida (siempre que sea con razones y sin agresividad).

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
(Sevilla, 1836 - Madrid, 1870)

¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
de los senderos
busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura,
los despojos de un alma hecha girones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.

Al pobre Bécquer lo han tachado, sobre todo, de cursi. ¿Quiénes? Bueno, los que no son cursis ni nunca han sido, supongo. Hay un poco de gente que cree que el cinismo al ultranza es la mejor receta para hacer literatura en nuestro tiempo, y en todos, motivo por el cual, venga de donde venga, poema sin palabrota no es poema. Y claro, en el tiempo de Bécquer eso era impensable. Además, hacía otra cosa melodramática y cursi: hablaba de la mujer, del amor, y sobre todo del desamor, algo a lo que ahora estamos acostumbradísimos, pero que en aquel entonces dolía, y bastante, según se puede ver no solo en los poemas de este autor, sino en muchos otros textos de la época.
Becquer viene de la orfandad temprana; quizá del maltrato, no lo sabemos, porque en ese tiempo el maltrato infantil era algo usual y bastante aceptado socialmente. Lo que sabemos de él es que fue desafortunado en el amor, y posiblemente también en el juego, como la dueña y autora de este blog; pero él supo poner estas experiencias en palabras con una maestría de la que ya me quisiera yo la milésima parte.
Debido a sus problemas económicos y también a una vida desordenada en más de un sentido, Bécquer adquirió dos enfermedades frecuentes en su época, y determinantes en toda la historia de la humanidad: tuberculosis y sífilis. De esta última dolencia da cuenta una de sus conocidas rimas.

Una mujer me ha envenenado el alma,
otra mujer me ha envenenado el cuerpo;
ninguna de las dos vino a buscarme;
yo, de ninguna de las dos me quejo.

Como el mundo es redondo, el mundo rueda.
Si mañana, rodando, este veneno
envenena a su vez, ¿por qué acusarme?
¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?

Pero, ¿por qué me gusta? Aunque no comparto esa idea de que un buen escritor o cualquier tipo de artista tiene que ser ciento por ciento original para ser bueno, no pienso que el principal valor de Bécquer radique en su temática. Son temas correspondientes al romanticismo: el amor, el desamor, las penas de amor que encubren o reemplazan grandes dudas existenciales, la muerte y el dolor que provoca, el abandono... Sin embargo, en Bécquer hay un trabajo, sobre todo de sonido, que a mi juicio no han alcanzado otros poetas.
O si no, leamos en voz alta uno de sus más breves textos:

Si de nuestros agravios en un libro
se escribiese la historia,
y se borrase en nuestras almas cuanto
se borrase en sus hojas;

te quiero tanto aún, dejó en mi pecho
tu amor huellas tan hondas,

que solo con que tú borrases una,
¡las borraba yo todas!

Si lo leemos en voz alta, sin declamar, sin tomar la pose grandilocuente del actor, con naturalidad y sentimiento, advertiremos en seguida algo así como un rumor de agua que corre suavemente entre las palabras. Y si repetimos la lectura en silencio, entonces puede que a ustedes también les ocurra el milagro que me ha ocurrido a mí, a veces (y pueden pensar que estoy loca, no se preocupen): oír, sí, oír algo así como la voz del poeta que se desliza con delicadeza por nuestro pensamiento al captar las palabras de estos versos.
Quizá de modo empírico, no lo sé, la verdad, Bécquer manejaba como nadie los recursos sonoros del idioma castellano, lengua que, según algunos entendidos (y políglotas, supongo) es un idioma a veces duro para la poesía. Pero Bécquer encuentra no solo las palabras, sino los sonidos exactos para expresar con precisión los diversos matices emocionales de su poesía:

Nubes de tempestad que rompe el rayo
y en fuego ornáis las desprendidas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!

La aliteración de consonantes vibrantes en esta estrofa y en todo el poema nos remite al tono desolado de una súplica que implora a la furia de los elementos terminar con la vida para así acabar con el sufrimiento.
Aparte del logradísimo manejo de este este rasgo, siento con frecuencia la impresión de que en los poemas de Bécquer, más allá de cualquier hipérbaton que rompa con el orden normal de la frase, las palabras simplemente fluyen a través de los versos con una aparente naturalidad que, como dije antes, incluso nos da la impresión (o me da la impresión) de estar escuchando la voz emocionada del poeta al repetirlas:

Tú eras el huracán, y yo la alta
torre que desafía su poder:
¡tenías que estrellarte o que abatirme!...
¡No pudo ser!

Hay otro recurso muy notable y llamativo en los poemas de Bécquer, y es su capacidad de crear imágenes y su potencial descriptivo y sensorial. Leamos otra vez:

Cuando me lo contaron, sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas;
me apoyé contra el muro, y un instante
la conciencia perdí de donde estaba.

O esta otra:

Te vi un punto, y flotando ante mis ojos
la imagen de tus ojos se quedó,
como la mancha oscura orlada en fuego
que flota y ciega si se mira al sol.

Y esa eventual explosión desenfadada e impúdica de sentimientos:

Llevadme por piedad a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad! ¡Tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!

En una de sus casi desconocidas Cartas literarias a una mujer Bécquer hace una extraña confesión: jamás escribió uno solo de sus poemas bajo el impacto directo de la emoción. Dejó reposar los sentimientos y sensaciones, los pensó, fue construyendo poco a poco el texto más desde la cabeza que desde el corazón, el hipotálamo o lo que sea, y así apareció la música, la precisión de la imagen que nos clava el estilete en el pecho y nos vuelve al deseo de desaparecer entre la furia de los elementos que en momentos de dolor extremo no podemos negar.
Por todo eso amo la poesía de Bécquer: un hombre que sufrió dolores quizá repetidos en muchas biografías, pero que supo dar a esas penas un color y una música que hasta hoy impresionan y resuenan, más que en los oídos o en el teatral compás de la declamación, en los oscuros recovecos del alma, como una voz que retorna a través del tiempo para marcar el silencioso destino de todos, cuando dice, con un delicioso derroche de autocompasión, auténticamente romántico:

¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas.
En donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.

Y al que no se ha sentido así por lo menos una vez en la vida, ¡lo quisiera conocer!

1 comentario:

M dijo...

He buscado la deconstrucción sin saber el por qué. En tal intento, he insultado y renegado del amor, y a veces me he arrepentido. Mas, claro que disfruto del amor, sólo que no lo quiero reconocer. Tal vez sea algo de mi generación, o tal vez sea sólo yo. Ser 100% original es imposible, somos pastiche. Entonces, sin caer en el nihilismo ¿En qué radica ser original? No he leído el libro en que se lo explica. Es entonces cuando hay que buscarlo en la vida. Quisiera creer que el dualismo ontológico de Platón es cierto.

¿Quién reunió la tarde a la mañana?
Lo ignoro; sólo sé
Que en una breve noche de verano
Se unieron los crepúsculos, y... fue.

Y fue, y ahora será por siempre, yo sólo observaré mientras pueda, y envidiaré con respeto a Bécquer hasta ser como él, y como todos, para ser yo mismo.

Entró la noche y del olvido en brazos
Caí cual piedra en su profundo seno.
Dormí y al despertar exclamé: ¡Alguno
Que yo quería ha muerto!

O, tal vez muera sin darme cuenta. La hermosura de la simpleza de Bécquer aún queda, y quedará. Se la puede ignorar, pero no desprestigiar. Todos coincidimos en el amor, o en el odio, que es casi lo mismo, es un afecto. Cuando se ama es tan fácil odiar, cuando se odia es porque se ama. Decir que Bécquer era cursi, es no aceptar lo cursi de cada uno; cada cual tendrá sus razones para negarse.

Pero ésta es sólo mi inmadura percepción.

Un abrazo.

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