En estos días, en la ciudad de Los Ángeles, una joven mujer latina acaba de completar, en siete partos, la abrumadora cifra de catorce hijos. Los primeros seis partos fueron de un solo niño, y el último de óctuples. ¿Padres? No se sabe. Andando por el mundo. Ahora esta mujer enfrenta el odio de gran parte de su comunidad porque recibirá ayuda estatal para poder mantener y criar a sus niños. Incluso ha llegado (según las noticias que publica la Internet) a recibir insultos y hasta amenazas de muerte por atreverse a tener tantos hijos sin contar con los recursos necesarios para poder cuidar de ellos.
Resulta irónico que este suceso se reseñe entre las noticias de la red justo en los días en que se festeja, pomposamente, con derroche de corazones que van del rosado al rojo encendido y aglomeraciones en las zonas de diversión de las ciudades, el famoso ‘Día del amor y de la amistad’.
Parecería, por la iconografía y la publicidad al uso, que el único amor es el amor de la pareja. Institución que, por otro lado, ahora atraviesa una de las más profundas crisis en la historia de la humanidad: rupturas, divorcios, no a la unión de por vida, incremento de la soltería… Y sin embargo, las mujeres y los hombres del planeta seguimos soñando en el amor de los cuentos de hadas, creyendo al pie de la letra en todas sus implicaciones e interpretando literalmente la connotación más profunda de sus símbolos.
En nuestro país hay datos que resultan patéticos: las tasas de violencia intrafamiliar, los niveles de abuso sexual a menores, el alto índice de crímenes pasionales y suicidios por causas ídem.
Y sin embargo, obstinados y obstinadas, tercos y tercas, seguimos buscando eso que hemos dado en llamar el ‘alma gemela’. Seguimos hurgando en todas partes pretendiendo encontrar aunque sea el cadáver de la princesa perfecta o del príncipe azul (¿cianótico?). En un mundo sobrepoblado y repleto de gravísimos problemas de todo tipo, continuamos haciéndonos eco de nuestros impulsos reproductivos para tratar de llenar nuestra vida con la presencia de otro o de otra que nos dé a comprender que somos dignos de amor. ¿Qué importa si en ese camino cosechamos decepciones, maltrato, despecho avasallador o catorce hijos que no seremos capaces de mantener?
¿Por qué será? Me digo. ¿Por qué será?
Por el camino los dioses me han regalado el goce infinito y sagrado de la amistad. Pero la amistad no tiene el tinte de exclusividad, de ‘para mí solita’ que parece teñir o impregnar, a veces engañosamente, la relación de pareja. Y sin embargo, hace más de dos mil años ya dictaminaron las palabras de Jesús: “No hay mayor amor que el del que da la vida por sus amigos”.
¿Dar la vida? ¿Entregar la vida? ¿Compartir la vida? Cuando nos enjugamos las lágrimas del desengaño, podemos encontrar amor por todas partes, aunque no sea el clisé de la pareja. Quizás el secreto consista más bien en solo extender la mano para que en ella se pose la mariposa verde del amor, y no pretender cerrar el puño para detenerla, al tiempo que la destruimos en ese vano intento de atraparla para siempre. Quién sabe.
Resulta irónico que este suceso se reseñe entre las noticias de la red justo en los días en que se festeja, pomposamente, con derroche de corazones que van del rosado al rojo encendido y aglomeraciones en las zonas de diversión de las ciudades, el famoso ‘Día del amor y de la amistad’.
Parecería, por la iconografía y la publicidad al uso, que el único amor es el amor de la pareja. Institución que, por otro lado, ahora atraviesa una de las más profundas crisis en la historia de la humanidad: rupturas, divorcios, no a la unión de por vida, incremento de la soltería… Y sin embargo, las mujeres y los hombres del planeta seguimos soñando en el amor de los cuentos de hadas, creyendo al pie de la letra en todas sus implicaciones e interpretando literalmente la connotación más profunda de sus símbolos.
En nuestro país hay datos que resultan patéticos: las tasas de violencia intrafamiliar, los niveles de abuso sexual a menores, el alto índice de crímenes pasionales y suicidios por causas ídem.
Y sin embargo, obstinados y obstinadas, tercos y tercas, seguimos buscando eso que hemos dado en llamar el ‘alma gemela’. Seguimos hurgando en todas partes pretendiendo encontrar aunque sea el cadáver de la princesa perfecta o del príncipe azul (¿cianótico?). En un mundo sobrepoblado y repleto de gravísimos problemas de todo tipo, continuamos haciéndonos eco de nuestros impulsos reproductivos para tratar de llenar nuestra vida con la presencia de otro o de otra que nos dé a comprender que somos dignos de amor. ¿Qué importa si en ese camino cosechamos decepciones, maltrato, despecho avasallador o catorce hijos que no seremos capaces de mantener?
¿Por qué será? Me digo. ¿Por qué será?
Por el camino los dioses me han regalado el goce infinito y sagrado de la amistad. Pero la amistad no tiene el tinte de exclusividad, de ‘para mí solita’ que parece teñir o impregnar, a veces engañosamente, la relación de pareja. Y sin embargo, hace más de dos mil años ya dictaminaron las palabras de Jesús: “No hay mayor amor que el del que da la vida por sus amigos”.
¿Dar la vida? ¿Entregar la vida? ¿Compartir la vida? Cuando nos enjugamos las lágrimas del desengaño, podemos encontrar amor por todas partes, aunque no sea el clisé de la pareja. Quizás el secreto consista más bien en solo extender la mano para que en ella se pose la mariposa verde del amor, y no pretender cerrar el puño para detenerla, al tiempo que la destruimos en ese vano intento de atraparla para siempre. Quién sabe.
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