domingo, 4 de noviembre de 2007

ALICIA

Conocí a Alicia Crest hace muchos años ya. Estaba a punto de presentar mi segundo libro de cuentos y ella me hizo una entrevista en la Radio La Luna, en su programa Radio y café. Luego me enteré que vivíamos muy cerca, casi en el mismo barrio. Entonces, ambas madres de niños de la misma edad (nuestros hijos varones se llevan un mes de diferencia), a veces frecuentábamos el parque, la piscina, y a veces, las dos, una taza de café, una conversación...
Me acuerdo que en el cumpleaños de mi hija, Alicia, con su maravillosa voz, le dedicó y le leyó por la radio el cuento de Horacio Quiroga, "La tortuga gigante".
Empezaban unos años duros para todos, pero particularmente para mí. Una noche de esas, el papá de mis hijos habló largamente conmigo y me dijo que no estaba seguro de haber hecho la mejor elección al formar una familia los dos. Como todas, era una crisis anunciada. Pero en el momento del choque, salí de la casa, desconcertada, bajo la lluvia (parecía una película), llorando, y comencé a caminar sin rumbo por el barrio... Bueno, sin rumbo aparente hasta que de pronto me encontré frente al edificio donde Alicia vivía. Me abrió la puerta, me abrazó, me dio una taza de té de manzana con canela, me limpió las lágrimas, y lo más importante: me dejó hablar. Me quedé hasta no sé qué horas. Hasta que dejó de llover y yo también me sentí mejor. Iba a regresar caminando, como había llegado; pero Alicia me prestó dos dólares, llamó a uno de sus infalibles Taxis Amigos y le recomendó especialmente al señor que me dejara sana y salva en la puerta de mi casa.
¿Por qué cuento esto, a riesgo de que las lágrimas hagan un cortocircuito en el teclado de la compu? Porque esa era, porque esa es Alicia Crest. Más allá de diferencias de gusto intelectual, más allá de cualquier discrepancia cotidiana, Alicia es, para mí, al menos, una de las más caras imágenes de la amistad.
Tiempo después me contó su peripecia vital, y así aprendí a admirar en ella no solo a mi amiga generosa y solidaria, sino también a la mujer valiente, que se fajó siempre ante la adversidad y las incomprensibles bromas pesadas de la existencia. Admiré en ella a la mamá del Camilo, a la dueña de una voz envidiable en las palabras y la música, a la mujer irónica e incisiva, dueña de un humor fino y elegante. Juntas admiramos también a Serrat (hicimos un programa de radio sobre él, con Roque Iturralde). Admiré y respeté a la mujer emprendedora, organizadora de tantos encuentros con gente como, por citar solamente un ejemplo, Quino.
Aquí en Quito, Alicia Crest vivió durante siete años. Siete años que fueron fructíferos para muchos gracias a ella: organizó espectáculos, trabajó en una importante librería, fue jurado de muchos concursos y eventos, entre ellos el naciente concurso Terminemos el Cuento, apoyó y contribuyó, a través de talleres, a la formación de muchos escritores. Se enamoró de la ciudad, de su gente, de su paisaje, y quizá también esta ciudad y quienes la habitamos nos fuimos enamorando de aquella mujer tan apegada al arte de las palabras y tan experta en el arte de la amistad.
Los años duros para mí pasaron. Al menos, esa tanda. Y nunca olvidaré que ella, de alguna manera, siempre se las arregló para hacerse presente cuando supo que podía estar sufriendo, y para darme el empujoncito que mi autoestima necesitaba en cualquiera de los difíciles momentos que acompañan y persiguen a las rupturas afectivas.
Luego, se fue. No contestó los correos, salvo dos o tres. Yo también me descuidé de insistir. Ahora, Alicia está otra vez envuelta en otro de esos avatares difíciles de la vida. No quisiera pensar que será el último; pero las noticias que llegan me quitan cualquier esperanza al respecto.
Ya no sé qué decir. Me debo haber olvidado dos millones de detalles, innumerables momentos que, desde que supe lo de su enfermedad, asaltan por igual mi memoria y mi aparato lacrimal sin previo aviso. Pero quizás, aunque natural, la tristeza no es el homenaje que Alicia se merece, ni el que a ella le gustaría. Por eso he escrito estas líneas, que no quieren lamentar ni deplorar, sino agradecerle a la vida que la puso en mi (en nuestro) camino, y celebrar su presencia en el arte, en la música, en la amistad ideal que siempre conservamos, con esa bella frase de Mario Benedetti: "... y gracias porque existen". Sí. Alicia, gracias por existir y hacérnoslo sentir, y por la imborrable huella que deja en nuestras vidas la luz de tu integridad y la riqueza de tu espíritu.

1 comentario:

Nadia dijo...

Yo recuerdo claramente los programas de Radio de Alicia Crest, me parece que también tenía uno en la Radio Visión.... después no la volví a encontrar y lo lamenté... ella me acompañaba en el camino de regreso a mi casa, la escuchaba en el walkman y siempre trataba de imaginarme la cara de esa hermosa voz.... Espero que esté bien y sea feliz dónde quiera que este.

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