sábado, 23 de febrero de 2008

OTRA NOCIÓN DE PATRIA

Hace poco tiempo fui sorprendida por una bella canción con ritmo de vals peruano: “El beso”, se llama. Está interpretada por Pedro Aznar y por la cantante peruana Eva Ayllón. ¿Que por qué hablo de este tema tan trivial en un día tan cívico? Bueno, al oír la genial interpretación de Eva Ayllón, su voz en la que, además, se unen la sangre de los esclavos y el señorío español, me puse a pensar en que al país de donde viene esa maravillosa voz de mujer lo llamamos durante décadas “El Caín de América” y, de repente, eso me pareció un contrasentido.

Eran otros tiempos, claro. Tiempos en que la noción de Patria aún se construía desde los resquemores y los recuerdos de enfrentamientos y desencuentros. Tiempos en que las cicatrices de las guerras pasadas daban dolorosos tirones en todas direcciones, y pensábamos que el patriotismo verdadero es directamente proporcional al rencor que se pueda acumular contra quienes supuestamente eran nuestros seculares y proverbiales enemigos, para peor, triunfadores en más de una ocasión.

Sin embargo, aunque no podemos dejar de reconocer el arrojo y la valentía de nuestros anónimos soldados ni de quienes los comandaron, aunque no podemos minimizar sus triunfos y victorias, tampoco podemos ignorar que los tiempos han ido cambiando y la noción de Patria que hoy tenemos no es ya la misma de hace veinte, cuarenta, y mucho menos ciento setenta y nueve años.

¿Qué noción de Patria nos debería amparar ahora? Es difícil entrar en el campo de las redefiniciones. Hoy, que la vida se ve amenazada en todas partes en mucho por la falta de cuidado y la ambición de quienes nos consideramos seres superiores a otras especies. Hoy, que la paz no encuentra en todo el planeta un lugar donde afincarse definitivamente. Hoy, que sigue existiendo discriminación, rechazo y maltrato a los más débiles, la noción de Patria tiene obligatoriamente que rebasar el ámbito de lo local y mirar de frente hacia los retos y las responsabilidades planetarias y mundiales.

Pero es ahí donde surge otra pregunta: ¿debemos entonces olvidar lo que somos como individuos, como comunidad, como personas para insertarnos en la globalidad? Cada persona, cada comunidad, cada país tiene sus peculiaridades, sus idiomas, sus formas de ser, su arte. Y esas culturas también deben ser cuidadas y preservadas. Tenemos la suerte de vivir en un país muy diverso y quizá todavía no lo sabemos apreciar. Continuamos mirando obstinadamente hacia fuera, esperando que la luz y la salvación a todos nuestros problemas nos vengan de otro lado. Conocemos idiomas extranjeros, pero ignoramos incluso los nombres de las nueve lenguas que se hablan en nuestro territorio aparte del quichua y del castellano. De seguro muy pocos de nosotros podemos decir todos los nombres de todas las etnias que habitan nuestro territorio. Y así, sin conocer y peor apreciar los diferentes rostros de nuestra Patria, es muy poco probable que aprendamos a amarla como ella lo requiere.

Hubo un tiempo en que amar a la patria era ir a la guerra para defender unas fronteras violentadas. Hubo un tiempo en que amar a la patria era conmovernos hasta las lágrimas a la vista de su bandera ondeando en el viento. Y las dos cosas fueron y son legítimas y correctas desde la perspectiva histórica y real. Pero para nosotros, que seguramente ya consideramos a la guerra como un acto que trae más dolor que recompensas; para nosotros que nos emocionamos con nuestros símbolos pero sabemos que con eso no basta, el amor a la Patria, muchas veces lastimada más por sus propios habitantes antes que por los de fuera, tiene que atravesar todas las instancias de la vida cotidiana: el respeto a la naturaleza, el cuidado de los niños, la solidaridad con los que sufren los embates de los desastres naturales, la honestidad en las acciones y las palabras, y la valoración y el respeto hacia los otros, los que no piensan igual, los que tienen otro color de piel, los que no son gente como nosotros pero comparten nuestro espacio, nuestro territorio y quizá también todos nuestros anhelos y esperanzas sinceros por hacer de este planeta un lugar más amigable no solo para las personas, sino para todas las especies que lo habitamos.

Es posible que cambien las fronteras. Es posible que se redefinan los símbolos. Es posible que la historia vuelva a poner frente a frente a pueblos que creían firmado para siempre un convenio de paz. Pero si algo no puede cambiar es el anhelo de construir juntos un mundo en donde la ambición y los intereses particulares cedan cada vez más el espacio para que sea habitado por la solidaridad y la justicia, y donde las bellas voces de todos los que cantan al amor cotidiano se puedan disfrutar ya para siempre, sin el recuerdo oscuro de viejos resquemores.

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