domingo, 29 de abril de 2007

DOÑA SOLEDAD

Amargo despertar el de este viernes. Doña Soledad falta por primera vez al compromiso que le ha embargado la vida en estos veintiún años. Su puesto de educadora en la Penitenciaría del Litoral ha quedado vacío para siempre, irremplazable.
“Ella no concuerda, ella no cabe en ese mundo” ha señalado su hija. Y yo la puedo comprender porque recorrí con ella más de una vez el kilómetro de miseria y de injusticia que liga todos los pabellones de la penitenciaría modelo del litoral. Ahí en ese espacio se ha levantado una capilla ardiente para darle un último adiós a su cuerpo acribillado. Aunque su voz de defensora de los derechos humanos y de ser humano comprometido seguirá resonando clandestina, en cada palmo de esa prisión a la que entregó su vida, y, a la que hoy, entrega también sus preciosos restos.
Hace unos años, no muchos, visité por última vez la penitenciaría, movido por una invitación a declarar que me había formulado la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en Costa Rica. Para llenarme de razones contacté a la Socióloga Soledad Rodríguez, que era el mejor referente que tenía del trabajo carcelario en la Perla. Ella me condujo de arriba abajo del penal, absolviendo a cada paso los problemas diarios de un centro que estaba en ese entonces poblado por más de tres mil internos. Aprovechó para mostrarme su obra que era bastante mayor que la frustración que yo mismo había acumulado en años de servicio: un trabajo terapéutico, un servicio de alimentación limpio y ordenado, procesos para favorecer la educación de los presos. Pero su entusiasmo se opacó cuando me dibujó la corrupción de los servidores del sistema, particularmente en el “negocio” de ubicación en los pabellones para los recién llegados.
Ella se paró de frente a lo que en la Penitenciaría llaman “cuarentena”. Un espacio pestilente, sin los servicios básicos, un área sin divisiones ni privacidad en la que se acumulan doscientos o trescientos presos, uno sobre otro. Aquí está el principal negocio de los guías, me dijo. Cuando hay batidas o llega por cualquier motivo un grupo de huéspedes lo natural es hacerles formar junto a la puerta de cuarentena para señalar que todos los nuevos serán ubicados ahí. El justo recelo y la angustia hacen que cualquiera ofrezca pagar hasta lo que no tiene para ser alojado en cualquier otra parte. El precio define el área de privilegio en el que cada cual puede ser ubicado. Con mucho dinero se puede encontrar un espacio en “atenuados altos”, por ejemplo, donde hay servicio de hotelería cubierto por los internos más pobres que viven en otros pabellones.
El mejor ejemplo de estos abusos se produjo cuando el “Comandante Duro” Toral Zalamea contaba con un pabellón entero solo para él y su banda armada. Cuando yo mismo denuncié éste y otros hechos de violencia, de manera documentada, ante el Consejo Nacional de Rehabilitación Social, el ministro Hainz Moeller pidió con su habitual prepotencia pasar al siguiente punto del orden del día.
Habíamos mantenido con insistencia que las prisiones del país, siendo el último eslabón del sistema de justicia penal, es un espacio que no ha sido tocado por la justicia, y que en él todo tiene precio: desde una llamada telefónica hasta los atentos servicios de una trabajadora sexual, desde una visita al área médica hasta una salida discreta de fin de semana. Si no es suficiente la verdad para crear convicción habría que decir que la droga ronda en los pasillos y se ve reflejada a cada paso en la cara de los adictos, al extremo que se conoce que hay gente que entra de visita para comprar drogas, porque el negocio es tan seguro que baja el precio, por aquello que los economistas llaman “mercado cautivo”. Pero el negocio que Soledad siempre quiso cortar, sin éxito, fue el de la venta de celdas.
Los buenos, los comprometidos, los sacrificados deben tener su propio paraíso. En el sistema penitenciario son especialmente mujeres, otras Soledades, que pueblan con su determinación y persistencia el camino de una reforma penal y penitenciaria, tantas veces declarada imposible porque el sistema ofrece tal como está sus réditos para que la delincuencia siga siendo lo que es: un parapeto en que se maldisimulan los “ilegalismos de las clases dominantes”
No hay consuelo posible para tus deudos. No concuerdas, no contemporizas, no buscas lo tuyo, no te enriqueces en la función pública, te entregas completa y ayudas cuando tienes poder para hacerlo. No concuerdas con la vorágine de la corrupción y la injusticia escrita en el cuerpo de los condenados. Atiendes con esmero, esperas con pasión que tus palabras hagan el milagro de cambiar el modelo y cuando tienes ocasión también extiendes tu dedo acusador sobre el inmovilismo, la venta de favores y el tráfico de influencias. Es por ello que tu voz Soledad Rodríguez no se apaga en este día tenebroso en que la mano asesina se ha ensañado contigo, amiga y compañera de lucha.

Santiago Argüello Mejía
Jurista y defensor de derechos humanos

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