viernes, 28 de marzo de 2008

Los sencillos y los humildes

Hace unos días se transmitió un programa televisivo llamado “El especial de los especiales”, sobre de la excelente participación de nuestros atletas en las Olimpiadas Especiales en China. Sobra decir que el programa es conmovedor y nos lleva a los supuestamente ‘normales’ a revisar nuestras actitudes ante la vida y sus avatares y a reflexionar acerca de las inmensas potencialidades del espíritu humano.
Ante todo me llamó la atención Paúl, el niño de quien el reportaje se ocupa en sus minutos finales, que no obtuvo ninguna medalla a pesar de su enorme esfuerzo. Al final, con ese tris de morbo o de sentimentalismo fácil que a veces usa (y abusa) la televisión, Paúl sale llorando y pidiendo perdón a todos los ecuatorianos. ¿Por qué? Por la medalla que no ganó.
Su frágil figura, agotada por el esfuerzo y pidiendo perdón entre lágrimas, conduce a una reflexión más allá del hecho. Se siente responsable de no haber alcanzado una meta. Y es esa actitud de sincero dolor ante una frustración la que me recuerda a todas esas personas que pasaron por puestos de responsabilidad en nuestro país durante los últimos veinticinco años, que, al contrario de Paúl, no tuvieron tantas circunstancias desfavorables, que fallaron olímpicamente (valga el término), cuando no intencionalmente, y que andan por ahí sin haber ni siquiera pensado en disculparse una sola vez en la vida por esos fracasos que casi acaban con el país.
No. Nadie ha pedido perdón, ni por emular a los peores dictadores de la historia latinoamericana, ni por permitir que su familia usufructuara con creces del poder encomendado por la gente, ni por haberse alzado de Carondelet llevándose dinero y bienes en fundas de basura tamaño ve tú a saber, ni por meter la mano al bolsillo de la gente para solucionar las crisis fiscales ocasionadas por su misma incompetencia, ni por haber prácticamente pretendido vender el país a intereses foráneos, ni por el nepotismo, ni por la corrupción, ni por los abusos de poder, ni por los muertos y heridos de ciertas represiones y de ciertas acciones, ni por haber dicho una cosa y luego haber hecho otra. No. Nadie. Todos hicieron maravillas, el país se jode porque así es la vida, nomás. Mala suerte. ¿De quién habrá sido la culpa? De ellos, obviamente, no. Nunca.
Miro a los niños que participaron exitosamente en las olimpiadas especiales, incluido Paúl y su legítimo sentimiento de frustración. Escucho los testimonios de sus familias, el heroico esfuerzo cotidiano que supone cuidar y educar a una criatura en esas condiciones, recibo con admiración y gratitud el testimonio emocionado de sus maestros y entrenadores, todos ellos gente sencilla, sin más ambición que la de cumplir bien con su cometido, sin otra expectativa más que ponerle amor a lo que hacen y, a pesar de mi agnosticismo, me vienen a la mente esas maravillosas palabras de Jesús: Yo te bendigo, Padre, por haber ocultado estas cosas a los grandes y a los poderosos, y habérselas revelado a los sencillos y a los humildes. Porque así es, ni más ni menos.

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